Gustaba de tomarse un café a solas,
en el silencio de la mañana,
cuando todo ser viviente dormía en calma,
con el frío sobre su nariz,
y el vapor dulce del brebaje diurno
sobre sus papilas gustativas.
Aunque hacía bastante tiempo que ese silencio
se extendía como una mancha sobre la moqueta
aún así, le gustaba recordar esos momentos,
cuando la casa andaba potencialmente viva,
pero muerta a primeras horas de la mañana.
Esperaba con ansia apurar su bebida,
sin prisa, sin estrés, pero sabiendo,
que de un momento a otro un torbellino de vida
inundaría la estancia vacía,
el mismo torbellino que había llenado sus días.
Recordaba aquella sonrisa amplia y profunda
a la que era imposible no devolverle la misma mueca de alegría,
aquellos ojos verdosos y vivarachos
escudriñando los primeros rayos de sol
que se colaban por las rendijas de la persiana.
Hacía tiempo que se habían esfumado,
hacía mucho tiempo que las pisadas
rápidas y confusas no sonaban en el largo pasillo,
pero como cada día, ella se levantaba temprano,
se preparaba un café y disfrutaba perdida,
recordando aquellos momentos que la vida,
por un instante le había regalado.
El reloj no para su ritmo para nadie,
todo sigue, todo llega y todo pasa,
había disfrutado teniéndolo entre sus brazos,
pero llegó el momento de volar
y abrió sus manos para no comprimir
la fuerza de su primer aleteo.
Una sonrisa le venía a la mente
al recordar cada tropiezo,
y también un suspiro,
un trozo de alma que se escapaba,
por el momento que no volvería,
pero lo había vivido y lo había disfrutado
y eso era lo que realmente importaba.
Tenía esos momentos atesorados,
en las esquinas más cálidas de su alma,
y allí quedarían hasta el final,
en su recuerdo, alegre y a la vez marchito,
vivos mientras ellas los recordara,
cada mañana, con cada café.
Porque no había muerto,
no lo había hecho,
sino que vivía dentro de sí
para siempre, por siempre,
mientras su cuerpo hiciese una sombra,
por pálida y delgada que fuese,
bajo sus pequeños pero firmes pies.